lunes, 25 de noviembre de 2013

Pequeños seres

Por Gisela Ortega

Dicen que la mediocridad es la ausencia de cualidades personales en individuos grises, que no se destacan por  nada, comunes, corrientes, vulgares, ordinarios, resentidos, que hacen vida vegetativa. Que no tienen voz, sino eco.  Son fantasmas que existen a hurtadillas como temerosos contrabandistas. El escritor Salvador Garmendia los llamo piadosamente, “pequeños seres”. Mediocre se aplica a la persona cuya inteligencia es poco sobresaliente,  asimismo a las cosas que tienen poco valor o mérito. Mientras que adocenado equivale a comprendido entre la gente de calidad inferior, sin sobresalir de lo vulgar, corriente o común a muchos.  Chapucero se atribuye a la persona  que trabaja tosca y groseramente, así como a los hechos que merecen tales calificativos. Ordinario se refiere al individuo común, corriente, vulgar, grosero,   trivial, que no tiene especialidad particular en su línea.

El sociólogo argentino, José Ingenieros, en su libro “El hombre mediocre”, publicado en 1913, trata  sobre la naturaleza del ser humano, sostiene que “no hay hombres iguales”. Manifiesta: “El hombre mediocre es incapaz de usar su imaginación para concebir ideales que le propongan un futuro por el cual luchar. De ahí que se vuelve sumiso a la rutina, a los prejuicios, a las domesticidades y así se vuelve parte de un rebaño o colectividad, cuyas acciones o motivos no cuestiona, sino que sigue ciegamente. El mediocre es dócil, manejable, ignorante, un ser vegetativo, carente de personalidad, contrario a la perfección, solidario y cómplice de los intereses creados que lo hacen borrego del rebaño social. Vive según las conveniencias y no logra aprender a amar. En su vida acomodaticia se vuelve vil y escéptico, cobarde. Los mediocres no son genios, ni héroes ni santos.”

“Un hombre mediocre no acepta ideas distintas a las que ya ha recibido por tradición, sin darse cuenta de que justamente las creencias son relativas a quien las cree, pudiendo existir hombres con ideas totalmente contrarias al mismo tiempo. A su vez, el hombre mediocre entra en una lucha contra el idealismo por envidia, intenta opacar desespe4radamente toda acción noble, porque sabe que su existencia depende de que el idealista nunca sea reconocido y de que no se ponga por encima de sí”.

Vivimos inundados en un mar de pequeñeces, de pequeñas y grandes pequeñeces; ahogados y asfixiados en un mundo donde seres pequeños se revuelven contra todo ser grande que sobresalga y descarga sobre él su odio y su envidia; donde los valores de la inteligencias se desconocen y no se perdonan: donde existe un resentimiento contra toda posible excelencia y una indecorosa  parcialidad en favor de lo pequeño, al preferir un bien inferior a uno superior; donde se detesta a los individuos íntegros y se acepta tan  sólo, a los moldeables; donde no se rinde honor a los méritos sino que se les ataca; donde cada día adquiere mayor predominio la moral de las almas mediocres, dedicadas a aplastar todo brote de superioridad y de grandeza; donde cualquier excelsitud al juzgar a un semejante se destruye con un “sí, pero” o un “lástima, que” donde encubiertos complejos de inferioridad llevan a regatear la generosidad.

Las pequeñeces impiden lo grande. Por eso vivimos sumergidos en la mediocridad, porque la única condición aceptable para salvarse de la pequeñez es el  ser o hacerse mediocre, el estar sólo dotado de pequeñas dosis de virtud o el poseer valores ínfimos. Al no ser capaces de percibir, o aceptar las excelencias del prójimo, se impide el perfeccionamiento de la persona, ya que la admiración de lo insigne trae el deseo de alcanzar el respeto.

Hay ambientes de pequeñez, medios donde proliferan más las pequeñeces: los profesionales y los políticos.

Por pequeñeces, valiosos  profesionales son marginados y segregados de la vida pública: no se les perdona su competencia, ni su trayectoria, ni sus conocimientos, ni el saberlos más allá y por encima de las contingencias de un cargo temporal o una elección. Por pequeñeces se pisotean prestigios y se desconocen o tratan de ignorarse, auténticos valores.

La medianía es lo que nos impide crecer y aspirar tener ideales entre nosotros. Podemos constatar con gran tristeza que nos satisface que nada cambie para seguir iguales, apoltronados en comodidades cuyo ambiente es la inferioridad. Nos cuesta trabajo el esfuerzo, porque el empeño sostenido requiere de sacrificios y análisis constantes para que se convierta en acción -y esto es lo que nos hace falta a todos-.
Sobre la mediocridad, destacadas  personas se han referido a ello.

El escritor francés François de la Rochefoucauld, -1613-1680- señala: “Los espíritus mediocres suelen condenar todo aquello que esta fuera de su alcance.” 

Por su parte el científico y filosofo francés, Blaise Pascal -1623-1662-, expresa: “Solo conviene la mediocridad. Esto lo ha establecido la pluralidad, y muerde a cualquiera que se escapa de ella por alguna parte”.

Anatole France, escritor francés -1844-1924-, manifiesta: Los hombres mediocres, que no saben qué hacer con su vida, suelen desear el tener otra vida más infinitamente larga”. 

El escritor norteamericano Joseph Heller, -1923-199, afirma: “En esta vida algunos hombres nacen mediocres, otros logran mediocridad y a otros la mediocridad les cae encima.

Cuando reflexionamos sobre cómo adquirir la excelencia podemos percatarnos del grado de imperfección y conformismo en que nos encontramos.

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