viernes, 21 de enero de 2011

El sexo salvaje del Duce

Benito Mussolini era brutal en muchos sentidos. También en la cama. Lo deja bien claro su principal amante, Clara Petacci, en los diarios que escribió en los años treinta, contando con todo detalle sus encuentros sexuales con el Duce, sus morbosas manías e intimidades

Por Carlos Geli

"Si hubiese podido, hoy te habría penetrado con el caballo". El zoofílico piropo corresponde a la llamada del mediodía del 5 de febrero de 1938, la primera de la docena que casi con puntualidad suiza realiza a cada hora y cada día sin falta desde hace casi dos años el dictador Benito Mussolini a su amante Clara Petacci, así Hitler haya iniciado el Anschluss, así las legiones italianas hayan entrado victoriosas en Tortosa en plena Guerra Civil Española. Y pobre de él si no lo hace. Enésima amante del Duce -"he llegado a tener 14 y a acostarme con cuatro cada noche", le confesará con pocos visos de exagerar-, parece que le tiene bien pillado. 

Se ha esforzado: a sus 13 años "ya te había ofrecido mi vida entera", le escribe mucho después Claretta, que pidió entonces a sus padres que la llevaran a un discurso del inflamado orador. Fotografías, recortes de prensa cual fan... Casi una década después, el azar se lo ha puesto fácil para marcar al líder de sus sueños: la hija del médico del papa Pío XI no tiene más que asomarse a la ventana para divisar la parte de atrás de los jardines del palacio Venezia de Roma, donde reside su caballero ideal.

Hipercelosa con fundamento, Petacci, a sus 22 años, es además, grafómana. Por ello puede seguirse al detalle el pensamiento más íntimo y las manías sexuales del dictador entre 1932 y 1938,  periodo que comprenden los diarios de Petacci, Mussolini secreto (ed. Crítica). La "ricitos" -así la bautizaron sus competidoras- no lo tenía fácil para quedar como "única del harén", como le elogió el embustero Mussolini. Había quedado seducida por un hombre muy fuerte ya niño, que "crecía como una planta salvaje, haciendo llorar mucho a mi madre", según confesión de cama.

Mussolini ama a lo bestia, pertrechado con viriles creencias que le expone por teléfono o en directo: "El sexo es la primera expresión del organismo". "Hacer el amor vivifica las ideas, ayuda al cerebro; me gustaría saltar desde aquí sobre tu cama como un tigre". Se identifica con el coito del toro: "Magnífico, en segundos ha terminado; en el momento culminante es terrible, después está calmado y se retira melancólico; la vaca se mantiene inmóvil, tranquila". Es fácil seguir sus proezas: Petacci subraya la fecha del dietario o pone un sí en las entradas cuando culminan sus relaciones.

El primer contacto completo es fruto de la euforia: el 6 de mayo de 1936, Mussolini conquista Etiopía y proclama el imperio; a las semanas, se estrena con su joven amante, que, a base de insistencia, cartas aduladoras y visitas, ha conseguido hacerse un hueco en la agenda y en la cabeza del dictador. El guión de los encuentros pasa, tras el sinfín de llamadas diarias, por una cita en la trastienda del inmenso palacio Venezia a media tarde. Arrullada a los pies de un Duce cansado y que lee la prensa, escucha la radio o que ultima un discurso ("arrodíllate, adora a tu gigante que te ama"), acaban acostándose, haciendo el amor "arrebatado": "Hacemos el amor y grita como un animal herido"; "lo hacemos con violencia". Inmediatamente, el león dormita. Al poco, se despierta y come algo ("Hacemos el amor con entusiasmo... Luego se levanta y come fruta como un salvaje"). La mayoría de las veces hay sesión doble. "No quiero hacer el amor una vez a la semana como los palurdos; te he acostumbrado y me he acostumbrado a un amor frecuente y espero que no quieras cambiarlo", avisa al poco de consolidar las relaciones, en 1937.

La virulencia no es un accidente o un juego de un día. Mussolini le cuenta que a su esposa la desvirgó sobre una butaca "con mi violencia habitual", brutalidad que Petacci conoce: mordiscos que dejan señal en el hombro o casi una nariz rota en el vaivén sexual. "Pierdo el control: si no fuese así, los nuestros serían coitos maritales, aburridos". Ella parece encajar bien: "Lo hacemos con tanta fuerza, que hasta me duele de la alegría", anota tras un largo encuentro en 1938. Es más, lo jalona y lo excita. Lo hace desde el primer día, con un susurro musicados con la mejor fanfarria fascista: "Lanzadme la escalera de rayos de oro para que pueda subir al sol: no puedo vivir sin su calor", le escribe en 1933 cuando busca las primeras audiencias. Y: "Sois agresivo como un león, violento y majestuoso" (1936). "El emperador eres tú y nadie más; los Saboya son postales". "Te he visto resplandeciente como una estatua de bronce; cuando hablabas temblaban las murallas romanas a la voz del César...". "Estás guapísimo, viril, sobre el caballo blanco" (1938).

Sabe Petacci a lo que juega. Mussolini tiene un punto de fachada, se intuye fragilidad tras el corpachón. Por un lado, se siente solo e incomprendido, por su esposa y a veces por parte de su nación. "Mi mujer nunca ha sido consciente de mi grandeza", lloriquea. "Nadie se ocupa de mí. ¿Te fijaste en que ayer llevaba los calcetines desparejados, uno distinto al otro?", le dice. "Fuera de la política, me han de guiar en todo y para todo: 'Ahora come; tápate; bebe esto, ve a hacer pipí, porque a veces lo retengo hasta tres horas". También ha intuido la joven la preocupación por la decadencia física del Duce. Tiene 52 años, casi le dobla la edad. "Mira qué mentón firme; entiendo que una mujer pueda dormir con una fotografía debajo de la almohada, como tú", le suelta ante unas fotos suyas hechas por un periodista. "¿Ves a tu gladiador, a tu atleta? Dime que no soy viejo; no quiero envejecer, la vejez es repugnante", comenta por teléfono tras un desfile militar. En una de las confesiones, le admite que le preocupa empezar cada mañana de su vida acudiendo al váter: "Me humilla". Hay algo que le atrae, sin embargo: "Me gustaría que hicieras pipí aquí conmigo".

Esas obsesiones y las habladurías sobre la relación con una mujer más joven (53 años ante 24) y casada con un oficial subordinado disparan en Mussolini accesos de ira. Tampoco es ajeno a ello la presión que Claretta hace sobre las otras amantes, que él mantiene simultáneamente y con esfuerzo, ha reducido a dos más. Las excusas son de opereta: "Te juro que no es verdad sobre los Evangelios". "Mi naturaleza es así, soy una bestia, resisto y después caigo". "Solo estuve minutos: fue una cosa rápida". Ella no queda corta: "Eres impulsivo, bestial, rutinario. Un perro, un mandril". Pero a veces que el Duce no puede más y entonces llegan las patadas a mesas, sillas, los gritos huracanados..."Tengo un mundo al que vigilar y un pueblo que gobernar y te dedico mucho tiempo; a veces me pregunto si soy tonto", le espeta en 1938. Más tarde volverán las carantoñas o la promesa de una escapada furtiva. "No quiero que nuestro amor sea una cosa pública, que se hable en los cafés o en la modista. Me preocupa mi prestigio. No puedo pasar por un viejo chocho".

Esa última no era una bronca más: es de las pocas veces que Mussolini está nervioso por la política internacional. Algunos diarios, en especial franceses (pueblo acabado, según él "por la sífilis y la prensa libre" y porque "sus mujeres son prostitutas: les gustan los negros porque tienen el pene largo y son ellas las que poseen al hombre"), dudan de su salud (que contrarresta exhibiéndose a caballo). Petacci toca poco la política; le deja decir y con caricias le calma cuando le enfurece que, la prensa francesa diga que imita a Hitler "un presuntuoso" en el tema judío. "¡Yo soy racista desde 1921!". Y le explica a Petacci que "solo tres veces se me ha dormido el pajarito" y una fue por "el olorcillo de una judía; ya sabes como soy con estas cosas". Franco también le pone nervioso con su estrategia en la Guerra Civil: "Me admira y siempre me ha obedecido, pero es idiota: 18 meses para una Guerra Civil me parecen demasiado. ¡Yo hice la guerra de África en siete!". Donde no parece fingir es en su obsesión con la muerte, que cree será inminente. Le aterra el frío que puede pasar en la caja y da instrucciones que le dejen una esterilla. ¿Y ella? ¡Se quedará sola! "Yo no te sobreviviré: he nacido para ti, acabaré contigo", le susurra tras otro encuentro en 1938. Así será en abril de 1945, los dos juntitos, colgados boca abajo en la Piazza Loreto de Milán.